La otra mañana amaneció deliciosa en Granada. Estos días finales de abril, si el tiempo se porta, da gusto pasear por las calles del centro. Los turistas más madrugadores ya se arremolinan formando grupos por las plazas más típicas dispuestos a comenzar el periplo cotidiano con las cámaras en ristre. Yo había quedado con mi amigo Pepe para hacer unas gestiones a ver si conseguimos cuajar alguno de los proyectos que nos rondan por la cabeza. Lo bueno de estar en paro (que algo bueno tiene) es que el tiempo toma otra dimensión. Se hacen muchas cosas, pero el ritmo es diferente a cuando estás sometido a la dictadura del reloj. Aunque el dinero es escaso, como el tiempo nos sobra, decidimos tomar un chocolate con churros en la plaza de BibRambla. Y allí que nos sentamos como dos señores a disfrutar de la mañana y del platico de churros. Cuando ya degustábamos nuestro excelente chocolate, sentimos como una presencia sobrenatural. Algo en el ambiente se salía del devenir cotidiano transmitiéndonos una extraña sensación.Una vibración sobrehumana trataba de llegar hasta nosotros. Al principio los dos miramos hacia la torre de la catedral por si un efluvio divino emanaba de sus muros. Pero ninguna luz extraña salía de sus ventanales. La gente paseaba tranquila sin que de su presencia advirtiéramos ninguna sensación sobrehumana. De repente vimos el aura. Detrás de nosotros había una larga mesa, pulcramente habilitada con blancos manteles y servilletas de lino y adornada con pequeños jarrones con flores. Era la única mesa en nuestro entorno adornada de esa manera. Los demás simplemente utilizábamos servilletas de papel. Un aura celestial rodeaba a los comensales (desayunadores matutinos). Los caballeros, de traje riguroso y las señoras, muy vestidas ellas. Todo eran parabienes y aleluyas. Las sonrisas, presentes en todas las bocas, eran amplias, tan amplias que quizás faltaran churros para poder rellenarlas. Esa mesa, como caída del cielo, sin duda, no parecía estar en el sitio adecuado. Esa guapura. Esa simpatía. Ese caché. Ese tronío no pertenecían al mundo de los mortales. Los demás, ni teníamos servilletas, ni teníamos manteles, ni teníamos flores, sólo teníamos nuestros chocolates con churros y muchas ganas de pasarlo bien. Pasado un rato y cansados de mirar y remirar a ver de dónde podía emanar esa presencia tan especial, de pronto, como San Pablo, caímos del caballo y nos dimos cuenta de lo que pasaba. No era nada sobrenatural. Simplemente eran políticos. Políticos guapos de moda en campaña, dispuestos a pedir el voto a la gente que come churros sin mantel.